Seis

Sí, el otoño es precioso. Las hojas secas me hacen recordar las de la higuera bajo la cual creció Manuel, mi hijo mayor.

Sí, el Día de Muertos es una preciosa tradición mexicana.

Pero para mí marca el onceavo aniversario desde que murió mi hijo. El gemelo de Manuel. Dos semanas de nacido.

Ahora que mi pequeña Emma ya come a la mesa, con nosotros, hoy que somos cinco a la mesa, duele más todavía que no somos seis.

Veo a Manolo feliz, disfrazado de monstruo por un lado, y muy animoso colocando la ofrenda de muertos conmigo y soy feliz. E inmensamente triste al mismo tiempo. Desde hace once años vivo una vida agridulce todos los días. Increíblemente afortunada por tener a Manuel en mi vida. Y desoladamente triste por no tener a Iñaki.

El hubiera es el tiempo tonto, decía mi papá.

Pero… ¿y si hubiera vivido en Francia hace once años?, ¿si hubiera contado con el apoyo de alguien como mi bretón?

Acá la atención médica es tan puntual y constante en un embarazo. Hay pautas específicas a seguir cuando hay un embarazo gemelar. Asociaciones. Cuidados.

Yo carecí de todo eso.

No tenía un peso en el bolsillo. No tuve vitaminas, ni cuidados, ni había comprado ropita para el bebé (creíamos que era uno solo). Tenía la ropita que yo usé de bebé y que mi mamá me obsequió. No tuve ropa de maternidad.

Y no importaba.

Fui feliz en ese embarazo tan corto, recorriendo las calles de Tlatelolco y cantándole a mi bebé.

Cómo desearía haber sabido que Iñaki estaba ahí. Cantarle. Decirle que lo amaba.

Lo hice después. En esas dos semanas efímeras pero maravillosas que me regaló.

Y lo hago hoy y todos los días.

Me esfuerzo a fondo en cumplirle la promesa de ser la mejor mamá que puedo para su hermano (y su hermanito Antón y ahora, su hermana Emma).

Pero lo veo.

Lo veo grande y hablando francés como Manuel. Bromeando y molestando a Antón. Cantando para Emma.

Lo veo en mi corazón. Lo siento presente.

Los hubieras me consumen pero todos los días me convenzo de salir adelante, de luchar por mis hijos. De ser feliz honrando su memoria.

Y lo amo. Lo amo exactamente igual que a sus hermanos.

Es parte de mi a donde quiera que voy.

Es mi motivo de salir adelante, es mi compañero cotidiano.

Quiero comprarle su bol bretón de cerámica con su nombre, para usarlo año con año al ponerle su leche en la ofrenda de muertos que pongo en su honor.

01

Noviembre, cómo me dueles.

Cómo duele no verte al lado de tu gemelo, Iñaki. Que no tuvieras la oportunidad de ver el mar. De comer chocolate. De correr con los pies desnudos sobre el pasto.

Pero aquí estoy, a un océano de distancia del sitio en que naciste, pero recordándote con amor cada segundo de mi vida.

Así que de alguna forma tú también cruzaste el mar. De alguna forma, sí somos seis a la mesa.

Pausas

Mi mamá es una fanática de la sobremesa.

Esa costumbre de tomarte un cafesito después de comer y quedarte platicando por horas. Cuando hay tiempo, por ejemplo, un fin de semana o en un cumpleaños.

En casa de mis tías también les gusta. Ahora que pasé las vacaciones en México me tomaba un refresco con mi tía, mientras platicábamos dejando correr los minutos sin prisa alguna.

En Buenos Aires viví tardes muy agradables tomando mates amargos con la hermana del papá de mis hijos. O con mi ex-suegra, que es un amor. Platicar, tomar maté, escuchar música…

Cuando llegué a Francia pensé que me había perdido de esos tiempos de pausa tan agradables.

Quizá fue cosa de que la única casa que visitaba era la de mis suegros, que son más pragmáticos y con ellos las visitas siempre son al grano. Como si saludarse y charlar un rato fuera parte de la agenda.

Afortunadamente, empecé a salir más y descubrí que la fachada de gente fría y agendada esconde gente cálida y amable.

Y que para los franceses existe otro tipo de sobremesa, el famosísimo y reconocido «apéro».

Es una cita para no hacer nada. Nada mas que echar unas copas y platicar. Dejar que el tiempo pase y no hacer otra cosa que charlar y pasarla bien, despacito y en calma.

Los anglosajones (ingleses, estadounidenses…) critican esta costumbre francesa. Les parece perezoso y una exageración de la «buena vida» francesa.

A mí, hija del «cafesito» de sobremesa mexicano, simplemente me encanta.

Una bandejita o charola con una pequeña botana («picada») y una cerveza, un vinito o más «bretonamente», un vaso de cidra. Todo ello puede acompañar una plática tranquila y distendida con personas que conoces bien, o a veces con extraños que estás empezando a conocer.

El hecho de que la gente, ya sea en un pequeño pueblito mexicano o en una ciudad grande y cosmopolita como Buenos Aires, o acá, en un pueblo bretón cerca del mar, tenga la disposición de sentarse, charlar y hacer una pausa en las prisas cotidianas, me parece algo tan agradable como el propio olor a café de olla lleno de canela que prepara mi tía.

La vida se va muy rápido y los momentos de pausa se atesoran vívidamente en la memoria.

Antes o después de comer. Apéro, café, sobremesa.

La idea es detener la vorágine de la vida y disfrutar la compañía de los demás.

 

Símbolos

Recuerdo muy bien que mi mamá me contaba que cuando vivió en Londres, becada por su trabajo para estudiar inglés, lloraba cuando veía la bandera mexicana.

Así que cuando me fui a vivir a Buenos Aires, tan lejos de mi ciudad, de mi gente y un poco de todo, esperaba tener esa reacción patriótica y nostálgica. Y no pasó. Vi la bandera fuera del consulado mexicano y no hizo vibrar las fibras de mi nostalgia.

Sin embargo, sí que vibraron cuando un equipo de fútbol mexicano viajó a Argentina a disputar un encuentro de la Copa Libertadores y los entrevistaron en la tv argentina: todo el equipo echó una porra. Ahí sí que me solté a llorar a lágrima viva.

La verdad es que nunca he sido una persona muy amante de la bandera nacional. Rechacé tener un lugar en la escolta cuando estuve en la secundaria y la directora pensaba que era un trauma porque estaba pasada de peso. O que petenecía a una religión en que me prohibían participar de este tipo de actos cívicos. Ni una, ni otra. Simplemente no me siento representada, lo que más amo de mi tierra no está en un lienzo. El escudo de la bandera mexicana es otra historia. Me gusta. Habla de cosas antiguas, de creencias anteriores, de nuestra conexión con esa tierra que nos vio crecer.

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Me gusta mucho que en ese escudo hay un nopal. Ese nopal tan genéricamente llamado «cactus» acá en tierras francesas. Sé perfectamente que es una planta cactácea, pero es como  llamar «árbol rosáceo» a un manzano. Esa planta que me rodeó en el campo hidalguense al crecer, que comí en deliciosas ensaladas, que es tan nuestra. Aquí en mi casa bretona, al lado de mi escritorio de trabajo, tengo un pequeño nopal que es feliz de recibir mucho sol a través de la ventana. Símbolos.

A veces parece que sólo estamos buscando pequeños elementos que nos representen. Que vayan más allá de lo que son físicamente y en su significado, nos abracen como pueblo y nos acompañen cuando estamos lejos. Para muchos puede ser una bandera, para mí es una calavera artesanal y un nopal. Me siento acunada dentro de la silueta de esos sencillos objetos y de alguna forma, me ayuda a reafirmar mi identidad, la que me da la cultura en la cual crecí.

Los bretones son muy simbólicos también. Cuentan con su bandera, su escudo de armas y su idioma. Tienen su gastronomía y tienen los triskeles, omnipresentes en toda la Bretaña, y que hablan del pasado, la historia y un poco también del presente de este pequeño rincón francés del mundo.

La primera vez que vine a Francia, cuando acepté que mi futuro apuntaba hacia estas tierras, por muchas razones vine sola. Mis dos hijos mayores me esperaron en México. Junto con un trabajo que me estresaba, una casa que tenía que arreglar y una relación tensísima con el padre de mis hijos. Problemas. Así que mi bretón me regaló un pequeño triskel de plata que aún hoy cuelga de mi cuello. Y me dijo que cada vez que sintiera que estaba sola contra esos problemas, lo tomara entre mis manos y él estaría conmigo.

De esa forma, un símbolo cultural bretón se convirtió en uno de nuestro amor.

Cuando pasé el examen de francés que me permitió tener mi primer visado de larga estadía en Francia, la examinadora lo vió colgando de mi cuello y me dijo «¿ya un poco bretona?».

Nopales, triskeles, mexicana que vive en Bretaña.

Escribiendo una historia paso a paso, símbolo a símbolo.