Toda mi vida he odiado la lluvia.
Nací en primavera, y para mi la estación ideal es la primavera mexicana. Seca, calurosa, con todo en flor y todas las plantas reverdeciendo.
El sol cayendo a plomo, pero sin hacer más de 27 grados centígrados.
Nunca me gustó el verano de la capital mexicana. Lluvia, lluvia y más lluvia. Lluvias torrenciales que gracias a la basura que se acumula en las calles y la falta de planeación, se convierten en caos vial, charcos gigantescos y retrasos en el Metro.
Cuando vivi en Tlatelolco, daba clases particulares a domicilio. Y las tardes de verano eran sinónimo de mojada segura, frecuentemente acompañada de caídas en los charcos. No es un recuerdo que me genere mucha nostalgia.
Y antes de continuar tengo que aclarar que amo y estoy muy agradecida con la Bretaña por todo lo bello que me ha ocurrido aquí.
Pero la lluvia, ésa que he odiado toda mi vida, acá viene acompañada de frío. Son largos los inviernos con lluvias prácticamente todos los días. Y viento. Y no ver el sol por días que parecen no terminar.
Ahora si pareciera que este clima grisáceo parece permear en la gente y ves menos sonrisas, más estrés y todo mundo está enfermo.
Ello a pesar de que no caminan tanto. Al vivir lejos de grandes ciudades, acá el uso del automóvil es casi un requisito sine qua non para la vida cotidiana. Todo mundo conduce, o prácticamente. Yo nunca he manejado un auto. Siempre creí que nunca tendría la necesidad. Incluso con los niños pequeños siempre me movilicé bien en transporte público. Acá sé perfectamente que el fantasma de la licencia de conducir me persigue a donde quiera que voy, y que tarde o temprano tendré que verlo de frente y encararlo. Por el momento, me desplazo a pie. A pie con mis casi siete meses de embarazo y una lluvia que no para. Un viento que sopla y un frío que a pesar de no ser intenso, cala los huesos debido a la constante humedad.
Ayer llovía con intensidad cuando nos fuimos a la escuela. Mis hijos llegaron empapados a clases. El profesor de mi hijo mayor le dijo “Manuel, hoy no trajiste tu chamarra, trajiste una esponja”. Y es que es raro que los niños lleguen mojados a clases. Sus papás los llevan a la escuela en carro. Sólo se mojan en el pequeño trayecto del estacionamiento a la puerta de la escuela. Mis hijos, por el contrario, caminan un kilómetro diariamente para llegar a la escuela. Casi dos cuando regresemos a vivir a nuestra casa. Así que cotidianamente “sienten” al clima en carne propia. Me siento impotente y absurda con mi “falta” de licencia para conducir. Pero ellos jamás han emitido una queja. Enfrentan con estoicisimo la incesante lluvia bretona de invierno. Incluso esa que parece inexistente, que da la apariencia de ser un ligero spray que sale de los faros en las calles, pero que al final, te deja bien mojado.
Así que me siento un poco débil por quejarme. Por detestar los charcos y el lodo. Por anhelar los días de helada en que el sol alumbra un amanecer congelado y ahuyenta a las nubes. Pero es así. Por más que mi muchacho intente convencerme de que es romántico caminar bajo la lluvia, no se lo creo. ¿Qué puede ser más romántico que un seco día de primavera adornado de flores? Seguramente que no un abrigo chorreando, unas botas de lluvia y un mediodía sin luz.
El año que viene ya recorreremos este camino húmedo y frío con una nenita en los brazos. Por ahora, intentemos ponerle calor a este húmedo invierno con caldito de pollo como lo hacemos en México, y que mi bretón ahora cocina con una maestría que dejaría helada a cualquier vecina del pueblo.