Voy a escribir algo que para todos los mexicanos y quizá latinoamericanos en general suene a sacrilegio: mi cocina es muy simple y hay pocas especias en lo que cocino.
He de decir que yo conocí la pimienta cuando me fui a vivir a Buenos Aires, a mis diecinueve años. Y no me gusta. Me acostumbré a ponerle pimienta a platillos muy concretos: el puré de papas (al que también aprendí a añadir una pizca de nuez moscada), algunas recetas de pasta y es todo.
En Buenos Aires también aprendí a amar la albahaca y siempre que hago una buena salsa para mis pastas (que son el platillo favorito de mi hijo mayor), añado ajo y albahaca.
Mis recuerdos de especias de la cocina de mi abuela y mi tía, son muy concretos.
Para hacer albóndigas, cominos triturados con ajito y cebolla en el molcajete, donde luego añadiríamos sal y un puñado de arroz, para finalmente agregar la carne molida.
Para hacer el pescado capeado de semana santa, laurel. Y también laurel para hacer chiles en vinagre. (Además, en esa época el vinagre se hacía en casa)
Orégano en la comida más pesada (¿verdolagas con carne de puerco, quizá?) y por supuesto, en la pata de cerdo en vinagre y en la pancita.
Clavo de olor en alguna que otra comida.
Anís para los tamales y para los buñuelos.
Y es todo. Eso sí, el clásico cubito de caldo de pollo no falla para añadirle una sazón inigualable a la sopa de fideo o al arroz a la mexicana, platillos que van acompañados de su infaltable ramita de cilantro.
El perejil también aprendí a utilizarlo en Argentina, sobre todo para hacer una deliciosa salsa con ajo, perejil y aceite de oliva para acompañar una pasta. O un chimichurri.
Cuando vivíamos en México, me acostumbré a planificar semanal o quincenalmente mis menús, porque trabajaba jornada completa y tenía que dejar la comida lista a las 7 de la mañana antes de levantar a los niños para ir a la escuela. Y contando con la limitante de que la carne roja allá es muy cara y mis recursos no eran demasiado sustanciosos. Así que mis niños y yo aprendimos a comer una dieta que si bien no es vegetariana, incluye la carne roja una vez a la semana o a la quincena, muchas verduras en diversas presentaciones, huevo, queso y algo de pollo y carnes frías.
Acá en Francia, hemos integrado a mi marido a esa forma de comer. Lo siento por él, pero no preparo platillos abundantes en mantequilla como acostumbran los bretones. Lo siento por él, pero nadamás ponerle pimienta a todo no es lo mío. Lo siento por él, pero mi idea de preparar una pasta no es vaciarle encima la grasita de la cocción de la carne.
Y lo curioso es que se ha acostumbrado muy bien. A poca sal, mucha ensalada, sopita de fideo y gelatinas. Los niños se comen todo en la “cantine” (la cafetería de la escuela) pero seguido se quejan de que la salsa estaba demasiado grasosa o que la porción de carne era muy grande.
Yo, he integrado un poco de especias por acá, pero tampoco me acostumbro a ponerle tomillo a muchas cosas. Me satura un poco su sabor, lo siento demasiado fuerte.
Y cuando llego a preparar una salsa picante, a falta de cilantro, sólo le meto jitomate, ajo, cebolla, chiles y sal. Cuando consigo chiles que piquen.
Las vinagretas en las ensaladas las voy terciando con aderezos más ligeros como los que usa mi tía: un chorrito de aceite, uno de jugo de limón y tantita sal.
Y así vamos, comiendo ligero hasta que mi marido se apodera de la cocina y nos obsequia una deliciosa dosis de wafles.