Hace cincuenta días (¿cincuenta y dos?) que mis hijos no salen de la casa.
Yo, he salido 3 veces.
Los días tienen un tinte homogéneo y extraño y todas nuestras costumbres cotidianas están un poco revueltas.
La experiencia de vivir todo esto de la pandemia y la cuarentena tiene sin duda un gran carácter irreal o surreal… no estoy segura.
A finales de febrero, mi familia y yo decidimos (a pesar de que no era, financieramente hablando, la mejor idea), hacer el viaje a Roma que planeábamos hace años para festejar los 15 años de Manolo, mi hijo mayor.
Cuando compramos boletos, reservamos alojamientos e hicimos un itinerario detallado para hacer un auténtico viaje de bajo presupuesto, las palabras “coronavirus” y “CoVid 19” eran algo lejano y que parecía residir sólo en China.
Pero justamente el fin de semana que nosotros salimos hacia Roma, todo explotó en Europa. Nosotros nos enteramos de cómo la situación estaba saliéndose de control en el norte italiano justo cuando llegamos al aeropuerto romano.
No puedo decir que no estaba preocupada, pero la verdad es que la sombra del virus no empañó demasiado ese viaje maravilloso que merece que le dedique, en otro momento, una narración aparte.
Pero conforme la semana avanzaba, el miedo de tener problemas para volver a Francia me empezaba a trepar por las entrañas.
La realidad fue todavía más sorprendente: al llegar al aeropuerto en París no pasamos por absolutamente ningún control. De hecho, dos horas antes que nuestro avión, había aterrizado otro proveniente de Lombardía, la región más afectada por la epidemia en Italia. Y lo único que vimos en el aeropuerto fueron sencillos panfletos recomendando lavarse las manos.
Volvimos a casa muy cansados, desconcertados y con temor. Yo estoy terminando mi primer ciclo lectivo como profesora en una Universidad y tenía miedo de que el llegar de Italia me pasara a cuarentena forzada y que perdiera el empleo.
Pero no llegamos a eso.
El domingo 1° de marzo, mi pueblo bretón fue declarado en cuarentena.
Resulta que al mismo tiempo que en el este de Francia, había un pequeño nido de contagio aquí en los municipios de mi zona. Doce casos que alertaron a las autoridades y se fueron cerrando escuelas en las zonas circundantes en los siguientes tres días. Si bien la Universidad en la que trabajo no cerró, todos los profesores que vivimos en esta zona nos quedamos en casa para evitar contagios.
En la fábrica donde trabaja mi marido, sus compañeros le pidieron que fuera al médico antes de volver al trabajo, para “comprobar” que no venía contagiado de Italia. Medida que probó ser absurda, puesto que días después incluso el municipio en que está ubicada la fábrica formaba parte del foco de contaminación y estaba parcialmente en cuarentena.
Dos semanas después, el resto del país nos alcanzó y entramos en un periodo de cuarentena estricto.
La fábrica cerró por tres semanas, justo después de que el presidente francés anunciara la cuarentena más severa.
En ese periodo, tres de las amigas mexicanas que he hecho acá en Francia estuvieron contagiadas de la enfermedad, con diversos grados de gravedad. Para una de ellas, fue una experiencia que cambió su mirada hacia la vida en el extranjero y ha decidido volver a México.
La forma en que ella describe lo que sintió al estar enferma, es realmente aterrador. Pensar lo cerca que estuvo de morir, ella que tiene un nenito de la edad de mi Emma. Y es una chica joven, con buena salud y una actitud excelente ante la vida. La enfermedad, no discrimina.
Y mientras, mis hijos y yo, encerrados.
Manolo está en último año de “collège”, el equivalente a la secundaria en México.
A fin de ciclo, se suponía que iba a pasar un examen que le daría, promediando con las competencias adquiridas en los últimos tres años, su certificado de secundaria. Desde principio del año escolar, los profesores martillan sin cesar sobre la importancia de este examen como “preparación” a la fuerte carga de trabajo que los espera en el bachillerato. Así que en estas semanas de escuela en casa, la carga de trabajo ha sido consecuente con este martilleo. Matemáticas, Francés, Historia… Y si bien es un chico autónomo que tiene excelentes calificaciones, yo he intentado estar ahí con él, jugando un rol de profesora, para darle una impresión de que está aprendiendo temas nuevos y no sólo haciendo cantidades ingentes de tarea. Porque es eso, todo esto de la escuela en casa no es mucha tarea, es hacer el trabajo y tener más o menos los aprendizajes que tenían en la escuela.
Al mismo tiempo, he intentado dar el mismo acompañamiento a mi niño de en medio: mi Antón que siempre siente que no le hago igual de caso que al mayor y a la menor. Es fabuloso ver cómo aprende y cómo desarrolla una gran autonomía. Espero esta experiencia lo prepare para los años que vendrán.
Y también, he tenido que ayudar a Emma, esa nena tan curiosa que ya aprendió a leer en español sin estudiarlo para nada en la escuela, a no sentir el peso de la responsabilidad de entretenerse sola todo el día. Dibujos, pinturas, cuentos… ¡qué suerte que no estoy sola! Sus hermanos mayores me han ayudado muchísimo, como siempre desde que ella llegó a esta familia.
Por supuesto, todo esto al mismo tiempo que he tenido que modificar todos mis cursos para impartir clases en línea, a cinco grupos diferentes (tres en español y dos en inglés), calificar trabajos (he recibido más de 500 correos electrónicos de mis alumnos en estas semanas) y obvio, cocinar dos veces por día para toda la familia.
Obvio que todo esto lo hacemos desde un sitio privilegiado: tenemos internet, tenemos un jardín, tenemos espacio… no por eso no estoy agotada. No estoy harta, sino físicamente exhausta.
Y todo es tan raro. Desde que mi marido volvió a trabajar, el único parámetro temporal que tenemos es que sábado y domingo papá no está temprano. Los otros días se han homogenizado y los muchachos y Emma extrañan mucho salir, hablar con sus amigos, tener su vida a parte.
Han compensado: Antón se ha metido a fondo en el aprendizaje de un lenguaje de programación, despacio y a su ritmo, pero de forma continua. Manolo le da rienda suelta a su nueva obsesión: aprender sobre la cultura rusa y eslava en general (lo que se ha traducido en que ahora cocina platillos eslavos deliciosos…). Emma ha armado legos y se portó estoica festejando su cumpleaños sólo con nosotros alrededor y cero amiguitos. Todos nos hemos dedicado a aprender o mejorar idiomas vía aplicaciones en el teléfono.
Y sólo caminamos aquí en el jardín.
El único que sale es mi marido y cuando llega, se higieniza de pies a cabeza.
Con sus papás, que viven a dos cuadras, sólo habla por teléfono.
Los días de sol en Roma parecen muy, muy lejanos.
Este año ha sido tan raro.
Y seguimos. Mi año lectivo termina esta semana, así que por lo menos estaré menos abrumada en ese sentido.
En México, la cosa no está mejor. Y la angustia diaria de saber cómo está mi familia es algo constante en el fondo de mi cabeza.
Así como la certeza de que no tengo opinión sobre lo que está pasando y eso me genera muchísima ansiedad. ¿El encierro era necesario, y las pruebas…y las máscaras? ¿Por qué en México ya tienen máscaras y acá no? ¿Qué de lo que leemos es verdad y qué no? ¿Me informo, me abstengo de informarme? ¿Por qué hablar con quienes considerabas amistades se vuelve tan difícil? Ideas y teorías y respuestas, hipótesis y datos. Todo da vueltas en mi cabeza. Lo único que sé es que no quiero que mis hijos se enfermen, o mi marido que es taaaan delgado que con una anestesia local se descompensa y tiene un bajón de presión arterial peligroso. Ni mis suegros. Ni mis vecinos que tienen más de 80 años y que diario trabajan en su jardín (y sus plantas de papa están ya más grandes que las de mi marido). Pero tampoco quisiera que nadie más muriera asfixiado y solo.
Y de lo que estoy segura es que es la gente que menos tiene la que más está muriendo en todas partes. Como siempre. Pero asfixiándose y con dolor. Un clavo más duro en el ataúd.
Entonces, me quedo encerradita.
Contando mis privilegios, descansando en los ratos que este ritmo frenético me deja y refugiándome en mis libros, como siempre.
Tratando de mantener la angustia y la ansiedad a raya. Un día a la vez.