Lactancia

Antes de empezar mi historia, haré dos aclaraciones. La primera, NO soy una experta en lactancia, hay mujeres que si lo son y las respeto muchísimo. Mi admiración para ellas. La segunda, para mí toda mamá que ama a su hijo es una reina. Dar o no dar pecho es otra cosa. Respeto a todas las mamás, a todos los papás que dan amor. Pero ésta es una historia de mi cuerpo, mi pecho y mi experiencia personal.

Hace casi once años. Mi primer embarazo, un embarazo inesperado, sorprendente y muy corto.

Un parto prematuro, dos bebés en dos hospitales. Una cesárea de emergencia. Gotas de calostro saliendo de mi pecho. De inmediato, mi mamá y mi tía me dieron frasquitos esterilizados para que yo juntara ese líquido amarillento. ¿Cómo? Nadie me orientó, nadie me dijo nada. Me acerqué tímidamente a una enfermera que muy amablemente me enseñó a extraer manualmente la leche que todavía no estaba presente. Un frasquito para un nene, otro para el otro, y seguramente ese estar exprimiendo manualmente mi pecho le mandó la señal adecuada a mis hormonas, porque tres días después del parto, sin bebé que succionara a mi lado, sola en la cama de mi departamento, empecé a gotear leche blanca. Más frasquitos que recorrían conmigo la Ciudad de México, y yo extrayendo leche en los lugares más inesperados: un parque, un baño de hospital, una sala de espera. Ni uno de los dos bebés bebió fórmula. Ni Iñaki en las dos semanas que vivió, ni Manolo en las que pasó en la incubadora. Lechita de mamá entregada a domicilio y que comían por medio de una sonda.

Después de que su hermanito se fuera, Manolo pasó a monopolizar esa leche que goteaba toda la noche. Cuando al fin pesó dos kilos y me lo llevé conmigo a casa, le daba la leche con una minúscula cucharita y seguía extrayendo manualmente, porque el pobre no tenía la fuerza para succionar. Pero todos los días hacíamos esfuerzos e intentos de que empezara a pegarse al pecho. Al fin, un día, descubrió que podía. Y permaneció pegado, mamando, ocho horas de corrido. Desde ahí, se acabaron las marcas de mis manos en mi pecho y disfrutamos más de un año de una lactancia tranquila y feliz. Jamás una grieta, una mordida, una herida. Manolo sonreía y se dormía a mi lado tomando teta. No paramos ni cuando le diagnosticaron reflujo, y seguimos en lactancia exclusiva hasta los seis meses. A los seis meses mi diminuto bebé prematuro era un gordito precioso con rollitos en las muñecas, los tobillos y unos cachetes absolutamente mordibles. Continuamos con el pecho más su alimentación hasta que yo tenía seis meses de embarazo de Antón. Fue dejando el pecho, sustituyéndolo por un rato haciendo casitas y castillos con la colcha de la cama de mamá.

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Antón llegó tranquilo y sin prisas tres meses y medio después. A los diez minutos de nacido ya estaba pegado a mi pecho y no lo soltó hasta los tres años y medio. Él si mordió, rasguñó y todo. Tuve grietas, y sin orientación alguna, las curé lentamente con mi propia leche. Alguna que otra vez habrá tomado leche con sangre. No pasó nada. A los seis meses empezó a comer y lo hizo con ganas y con antojo de todo. Disfruté tanto darle pecho cuando ya estaba grandecito y me gritaba «Lalitaaa» porque mi tía le enseñó a gritar «Carlita, el niño quiere leche». Acostarme con él entre mis brazos y sentir que éramos la pareja perfecta. Mi niño siempre sano, tan fácil hacer todo con él.

La primera y  la segunda vez enfrenté críticas y me dieron consejos increíblemente absurdos. En México la lactancia está rodeada de mitos, de nubes, de mentiras aceptadas simplemente porque la mayoría las repite. Que no le des pecho cuando estás enojada, porque se enferma. Que no le des cuando llegas de la calle, porque está caliente. Que dale la mamila también, para que no llore. Que ya dale probaditas de todo a los tres meses. Que si te enojas se te va la leche. O si no te pones sueter al salir. Que tomes pulque, cerveza y tés de esto y aquello. Yo sólo sé que sin saber nada, decidí no escuchar a nadie más que a los bebitos que tenía entre mis brazos. Esos que mamaban a todas horas, felices, redondos, llenitos y sonrientes. Sanos. Nunca les ofrecí otra cosa, aunque lloraran. Nunca compré un biberón. Si parecían inquietos, los mecía en mis brazos y caminaba con ellos. Nunca di tés, ni medicamentos para cólicos.

Momento presente, otro país, otro bebé.

Emma nació y a los diez minutos ya estaba pegada en mi pecho. Veinticuatro horas de calostro, una noche de inquietud y ya casi cinco meses de lactancia exclusiva.

Y reconozco que recibí mucha más orientación. Consejos de las puericulturistas y parteras. Hermosos cojines de lactancia. Crema de lanolina para las grietas de las primeras semanas. Miradas cómplices cuando doy pecho en público. Sonrisas. Emma mamó doce horas en los vuelos de avión para pasar nuestro verano en México, y confieso que en algún punto, me quedé dormida con la teta al aire y Emma también. Soy una mamá sinvergüenza. Y no me da pena.

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Una oportunidad más de dormirme echa bolita con mi bebé pegada a la piel.

Una bendición.

Y el apoyo incondicional de mi bretón que cocinó, sirvió jugos e hizo caldo de pollo para la Carla recién parida que pasaba veinte de 24 horas al día con Emma pegada al pecho. En un mes empezamos la introducción de sólidos y ya estoy haciendo puresitos caseros de frutas del jardín. Tengo mi congelador lleno de frasquitos de compota de pera y manzana para ella. Pero sé que estiraré la lactancia todo el tiempo que pueda. Porque me gusta. Porque he amado la oportunidad de la vida de nutrir a mis hijos con alimento producido por mi propio cuerpo. Eso ha sido la lactancia para mi, de aquel y de este lado del Atlántico.

1 comentario

  1. ¡Hola, Carla!
    Qué linda tu historia. Confieso que celo a todas las madres que han logrado darle de amamantar a sus bebés. Lo comento como un ‘logro’ porque para mi fue una experiencia difícil y una meta inalcanzable. Pasé horas y días intentando miles de formas y métodos para que mi niña pudiera alimentarse y nada, lo único que conseguí fue romper mis pezones y una niña con dolor estomacal y hambrienta. Me deprimí y me sentí fracasada. Lo cierto es que aprendí que darle el pecho a mi bebé no era lo que me titularía como madre, sino todo el amor y afecto que le brindamos todos los santos días.
    Gracias por invitarme a tu blog y compartir tus experiencias. Besos.
    Clareth

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