Tacos de suadero, kebabs y súper panchos

Yo crecí en la Ciudad de México, pero de una forma casi sacrílega, mi mamá no nos dejaba ni a mi hermana ni a mí comer tacos en la calle ni NADA. Cualquiera que conozca mi ciudad entenderá la gravedad de la situación. Es una ciudad donde abunda la comida rica, llena de masa de maíz y chile en todas partes, a todas horas y en todas las formas posibles.

Apenas entré a la prepa, empecé a comer de todo. Gorditas de chicharrón prensado, tacos de suadero, tacos al pastor… Afuera del metro, en plena calle, daba igual. Era rico. Súper rico.

Cuando me casé la primera vez, a mi primer esposo no le parecía muy atractivo eso de la comida de calle. Por eso, cuando viví con él en Buenos Aires, me comía mis «súper panchos» de contrabando. En mis tiempos por allá (antes de la devaluación y los problemas del año 2002), estos increíblemente largos y deliciosos hot-dogs costaban sólo 1 peso argentino (en la época, equivalente al dolar). Mira que eran ricos, me los comía cuando me salía a caminar por San Telmo o por el Once.

Cuando volvimos a México, él no quería saber nada de comer en la calle. Sólo en restaurantes aunque fueran sencillos. Recuerdo que cuando estaba embarazada de mi hijo mayor (¡hace 10 años!), me salía a escondidas a comprar mi chicharrón preparado enfrente de una escuela a la hora de la salida.

Por eso, cuando mi matrimonio terminó y fui libre otra vez, me dediqué a instruir a mis hijos en el delicioso arte mexicano de la comida de calle. La primera vez que fuimos al Zócalo capitalino, nos compramos unas sincronizadas (tortilla de harina, jamón y queso) tan económicas que hacían su procedencia dudosa: tres por diez pesos. Nos sentamos en la banqueta, atrás de la Catedral y compartimos una naranjada de litro y medio. Fue una experiencia maravillosa.

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Los tres años siguientes, nos dedicamos a comer de todo en cada deliciosa escapada a la ciudad, y a probar cosas sabrosas en nuestro pequeño pueblito. Mención especial para las papas a la francesa de los viernes por la noche. Simplemente maravillosas.

Así que ahora en Francia, había que experimentar. No hay comida de calle, pero sí que hay restaurantes que venden kebabs. No son el alimento gourmet y de «cuisine  française» que se supone debería comer. Se trata de pequeños restaurantes en que venden esta especialidad turca. En general, son turcos los que cocinan y trabajan en estos pequeños restaurantes. Es un alimento económico y rápido. Pero rico. Con su buena y enorme orden de «frites» (recordar que no son «a la francesa»,  pues en realidad fueron los belgas quienes las inventaron), es satisfactorio y tiene la adecuada cantidad de grasa para calificar como «comida de calle» aunque se vendan en locales chiquitos.

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Evidentemente, la primera vez que nos aventuramos a comer kebabs, estábamos todos muy contentos. No somos mucho de salir a comer a restaurantes, puesto que son caros en comparación con el precio de la comida en el mercado o el supermercado. Y como yo cocino bien y el bretón también, pues bueno, somos felices acá en casa. Pero hay algo respecto a comer con un plato desechable en un parque. Quizá es mi mexicanidad, quizá es mi ansia de probar de todo.

Mi suegra: escandalizada. Qué he hecho de su hijo tan formal y serio. Ahora come en el parque.

Nota para mi misma: probar todas las cosas ricas que las calles de este mundo tengan para ofrecer.